viernes, 29 de mayo de 2009

Lucho Roa Rabdomante chileno

La rabdomancia es ese fabuloso arte milenario que consiste en ubicar depósitos subterráneos de agua mediante las vibraciones de un instrumento. O sea, que esos que se paran en el medio del monte con una pequeña rama en la mano, sienten cómo vibra y luego dicen: ¡amigos, a 80 metros debajo de mí hay un precioso lago azul!, esos, son los rabdomantes.A 13 kilómetros de Santiago de Chile, en San Bernardo, un pueblo conocido precisamente como la “capital del folklore”, nació Luis Humberto Roa, Lucho, músico de guitarra zurcida al cuerpo, canto peleón y una especial capacidad para encontrar melodías en las vísceras del poema. Creció bajo la tremenda dictadura de Pinochet, tarareando bajito, como se podía. Durante todos esos años de horror, guardó en la mochila tantos sueños que, cuando la balanza del nuevo gobierno dijo que estaba excedida de peso, a Lucho le agarró tal desazón, que miró en las alturas el listón de Chicho y se mandó a mudar.En Valencia arrancó como albañil, arte que abandonó, con los hombros morados, el mismo día que se reconcilió con la guitarra. Desde entonces, han pasado más de once años y esta hormiguita andina ha ido caminando despacio y sin torcerse: ha dicho aquí estoy en un sin fin de actos populares, ha ido cantando sus sueños latinoamericanos; ha recordado en cada esquina al enorme Víctor Jara, ha ido descubriendo deliciosas melodías en las obras de Neruda y Benedetti, para llegar a convertirse a esta altura en uno de los mayores rabdomantes de la ciudad. Porque Lucho es, sobre todo, eso, un rabdomante, que pone la varita en el lomo del libro, la siente vibrar y dice: ¡aquí, amigos!, ¡aquí hay música! Y si no, que lo diga él: “mi trabajo se ha desarrollado siempre musicalizando poemas y descubriendo todo lo que es la música que no está escuchada”.A veces siente frío y preferiría no cantar para un público privado. Canta así, escuchen: “hoy recuerdo a mis amigos, Valparaíso, puerto amor”.Después de brindar con los amigos, los buenos rabdomantes jamás se olvidan de que el último traguito de vino debe ser devuelto a la tierra.

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